El Sup en Linares
Aquellos discursos poéticos que en sus tiempos de gloria pronunciaba frente a la prensa nacional e internacional no llegaron a la comunidad linarense.
Podrían haber sido agentes del Estado Mayor Presidencial pero el cabello largo, las camisetas negras deslavadas, la barba crecida y la cara de hippies en busca del hongo sagrado los descartaba por completo; los federales estaban ocultos afuera.
Los tres sujetos que no pasaban de los 25 años montaban guardia como una especie de groovy y militante Cisen afuera del jacal donde el hombre del pasamontañas se encontraba haciendo lo que un guerrillero con 13 años de carrera pública debe hacer en sus momentos de privacidad, alejado de los discursos y los micrófonos, lo cual equivale a como diría Quentin Tarantino en su obra “Kill Bill”: un simple y llano quién sabe.
Marcos se había encerrado ahí tras permanecer más de dos horas sentado sobre una improvisada tarima de blocks hablando igual sobre indígenas, sobre un despojo de predios a campesinos linarenses, la historia del movimiento zapatista y la importancia de los movimientos sociales organizados y unidos en un objetivo común, ya sea mediante las armas o mediante las instituciones legales, aunque reconoció que en su caso usar las armas le valió “prejuicios”.
La oscuridad había caído sobre aquella casa en el ejido Río Verde, a unos minutos de la cabecera de Linares, donde Marcos llegó encabezando su Otra Campaña y durante horas se habían sumido en una sucesión de denuncias de vecinas acerca de acciones del gobierno municipal y estatal.
Y el guerrillero con sus seis pulseras, su deslavada boina y el aroma dulce del tabaco emanando de su pipa, los escuchaba con una actitud más cercana al de un asesor jurídico comunal que al de un guerrillero venido de la sierra.
Aquellos discursos poéticos que en sus tiempos de gloria Marcos pronunciaba en los micrófonos frente a la prensa nacional e internacional no llegaron a Río Verde, y se centró más en acciones concretas, específicas, para las 300 personas que escuchaban.
“Aquí no necesitan tomar las armas”, les dijo a la gente, en su mayoría mujeres, que atendían su discurso escuchándolo con un gesto esperanzado como quien escucha a un Mesías.
Pero el subcomandante Marcos se resistía a serlo, al menos a mencionarse como tal, y enfocaba su discurso hacia la organización civil, a la resistencia por medios pacíficos y legales, incluso institucionales.
“Nosotros no estamos proponiendo que vengamos a mandar aquí los zapatistas, no; que la misma gente de Río Verde, los ejidatarios, son los que mandan, y el gobierno tiene que obedecer, eso es lo que cambia”.
Por un momento había dejado aquel carácter inalcanzable o de uso exclusivo que le dieron sus colaboradores norteños a su llegada, cuando únicamente los “iniciados” o miembros de esa especie de club que se llama izquierda apartidista tenían acceso al señor de las montañas chiapanecas, el simpático guerrillero de Los Altos.
Sin embargo, el carácter intimidatorio hacia aquellos que pudieran ser enemigos no se detuvo, y aquellos jóvenes de cabello largo, barba y las jóvenes rubias con huaraches y faldas de manta –al mejor fashion de la izquierda –fotografiaban y tomaban video de cuanto periodista, camarógrafo y fotógrafo llegaba al lugar, con una discreción que dejaba mucho qué desear.
Para quienes no portaban la marca de la izquierda, todos los gatos eran pardos y cuando terminó la serie de discursos invitaron a todos a la fiesta.
El micrófono se apagó y comenzó la música.
El llamado a la conciencia social fue sustituido por “Chiquilla” de los Kumbia All Starz, y el alimento de la ideología dejó espacio para una barbacoa de pozo que linarenses y ciudadanos del mundo comieron por igual.
Marcos permanecía encerrado resguardado por sus cinco centinelas, una manera determinante de administrar la imagen del hombre y mostrar sólo lo indispensable, así como los ojos asomándose por el pasamontañas.
Podrían haber sido agentes del Estado Mayor Presidencial pero el cabello largo, las camisetas negras deslavadas, la barba crecida y la cara de hippies en busca del hongo sagrado los descartaba por completo; los federales estaban ocultos afuera.
Los tres sujetos que no pasaban de los 25 años montaban guardia como una especie de groovy y militante Cisen afuera del jacal donde el hombre del pasamontañas se encontraba haciendo lo que un guerrillero con 13 años de carrera pública debe hacer en sus momentos de privacidad, alejado de los discursos y los micrófonos, lo cual equivale a como diría Quentin Tarantino en su obra “Kill Bill”: un simple y llano quién sabe.
Marcos se había encerrado ahí tras permanecer más de dos horas sentado sobre una improvisada tarima de blocks hablando igual sobre indígenas, sobre un despojo de predios a campesinos linarenses, la historia del movimiento zapatista y la importancia de los movimientos sociales organizados y unidos en un objetivo común, ya sea mediante las armas o mediante las instituciones legales, aunque reconoció que en su caso usar las armas le valió “prejuicios”.
La oscuridad había caído sobre aquella casa en el ejido Río Verde, a unos minutos de la cabecera de Linares, donde Marcos llegó encabezando su Otra Campaña y durante horas se habían sumido en una sucesión de denuncias de vecinas acerca de acciones del gobierno municipal y estatal.
Y el guerrillero con sus seis pulseras, su deslavada boina y el aroma dulce del tabaco emanando de su pipa, los escuchaba con una actitud más cercana al de un asesor jurídico comunal que al de un guerrillero venido de la sierra.
Aquellos discursos poéticos que en sus tiempos de gloria Marcos pronunciaba en los micrófonos frente a la prensa nacional e internacional no llegaron a Río Verde, y se centró más en acciones concretas, específicas, para las 300 personas que escuchaban.
“Aquí no necesitan tomar las armas”, les dijo a la gente, en su mayoría mujeres, que atendían su discurso escuchándolo con un gesto esperanzado como quien escucha a un Mesías.
Pero el subcomandante Marcos se resistía a serlo, al menos a mencionarse como tal, y enfocaba su discurso hacia la organización civil, a la resistencia por medios pacíficos y legales, incluso institucionales.
“Nosotros no estamos proponiendo que vengamos a mandar aquí los zapatistas, no; que la misma gente de Río Verde, los ejidatarios, son los que mandan, y el gobierno tiene que obedecer, eso es lo que cambia”.
Por un momento había dejado aquel carácter inalcanzable o de uso exclusivo que le dieron sus colaboradores norteños a su llegada, cuando únicamente los “iniciados” o miembros de esa especie de club que se llama izquierda apartidista tenían acceso al señor de las montañas chiapanecas, el simpático guerrillero de Los Altos.
Sin embargo, el carácter intimidatorio hacia aquellos que pudieran ser enemigos no se detuvo, y aquellos jóvenes de cabello largo, barba y las jóvenes rubias con huaraches y faldas de manta –al mejor fashion de la izquierda –fotografiaban y tomaban video de cuanto periodista, camarógrafo y fotógrafo llegaba al lugar, con una discreción que dejaba mucho qué desear.
Para quienes no portaban la marca de la izquierda, todos los gatos eran pardos y cuando terminó la serie de discursos invitaron a todos a la fiesta.
El micrófono se apagó y comenzó la música.
El llamado a la conciencia social fue sustituido por “Chiquilla” de los Kumbia All Starz, y el alimento de la ideología dejó espacio para una barbacoa de pozo que linarenses y ciudadanos del mundo comieron por igual.
Marcos permanecía encerrado resguardado por sus cinco centinelas, una manera determinante de administrar la imagen del hombre y mostrar sólo lo indispensable, así como los ojos asomándose por el pasamontañas.
2 Comments:
sin embargo, por este lado te noto cada vez más afilado..
Muy buena analogía tu final.
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